“Tenía que solucionar algunas cuestiones en Neuquén, así que aproveché para pasar.” Desde que compró el pasaje, había practicado ese argumento en tono casual y casi sin respirar, acompañado de manos que se mecían en el aire, también más serio y solemne con los brazos cruzados, y en una tercera versión con gesto simpático, manos en los bolsillos y apenas sonriente. Siguió en el taxi con otras mentiras, pero no se decidía.
La familia de ella era una de las trescientas que vivían en Ferri, un pueblo cercano a Cipolletti que nació con la toma de una estancia. Hacía casi cuatro años que no la veía, pero de vez en cuando, cada tres o cuatro meses, cuando se le venía a la cabeza, le enviaba un mail, con algún recuerdo, una frase, una foto, o un saludo simplón. Nunca recibió respuesta.
“Nueve de la mañana… seguro que se lo toma a mal”, pensó. El avión había aterrizado en Neuquén a las siete y se había tomado dos cafés con leche y medialunas en el barcito del aeropuerto, solo para hacer tiempo. A las cuatro y media se había levantado, pero dormir, lo que se dice dormir, le había resultado imposible.
“¡Hola!…”, pensaba mientras caminaba con la idea de darle la sorpresa. Una sorpresa que no se animaba ni quería imaginar. La sola idea de la escena le molestaba.
Había bajado en la plaza de tierra seca después de pasar con el taxi frente a la casa y confirmar que la dirección existía. Quería caminar, pero, a poco de empezar, cada paso aumentaba la fuerza de gravedad sobre sus pies y le hacía levantar más polvo. La última cuadra debió llevarle cinco minutos. A la altura de la esquina, cuando las suelas de sus zapatillas ya rastrillaban la vereda de las casas vecinas, se sintió sin fuerzas y hasta lo sorprendió poder extender la pierna más allá de medio pasito. Fue cuando supo que el mismo motivo que le había dado la gran idea de ir hasta ahí ahora intentaba inmovilizarlo de la cintura hacia abajo, no le importó.
Trató de recordar algunos momentos compartidos para distraerse. Parecían haber ocurrido hacía tan poco… y sin embargo ¡ya habían pasado años! Empezaba a sentir que le costaba recordar ciertos detalles y que su imaginación completaba los espacios para que no quedaran vacíos. Recordó el día de la confesión, cuando ella decidió “sacarse un peso de encima” y le dijo que no era mujer. Recordó el odio que sintió en ese momento. Tanto que su sangre parecía volver a tomar la temperatura de aquel día. Y, sin embargo, también recordó que después de esa noche nunca más volvieron a hacer el amor con tanta intensidad.
Levantó las cejas y cerró los ojos cuando hizo la cuenta de lo poco que habían tardado en mudarse juntos, él peleado con sus padres, ella siempre tan libre. Eran algo ermitaños, pero se los veía como a un par de adolescentes queribles. En el barrio los conocían bien. Disfrutaban caminar de la mano por el boulevard de los pinos, especialmente en invierno, cuando la ropa los abrigaba hasta la nariz. Les gustaba la rutina, las cosas simples. El café de la mañana en el bar de Cacho tres veces por semana, la lectura de un libro, él, mientras ella fumaba. Era notorio que la prolija puerta de madera que cerraban cuando entraban a su casa escondía misterios, porque de una pareja tan joven uno podía imaginar cualquier cosa, pero lo que más intrigaba eran los gritos, los golpes, y los portazos que se escuchaban desde afuera, tan contradictorios con las demostraciones de amor que se tenían en público. Él era un príncipe con ella, y ella, una lady con él.
Un día a ella no se la vio más. Él supo que lo había abandonado porque no dejó ni un calzón ni una media, pero esperó varios meses por ella, por una explicación, o por una nota. No llegó ninguna, nunca. Lo único que encontró en una pila de libros viejos, dentro de una versión maltratada de Rayuela, fue un sobre abierto y vacío que tenía el remitente de su madre y la dirección a la que se dirigía ahora. Recién entonces reaccionó y la buscó, primero, por teléfono, a falta de respuesta, por mail, y, después de la indiferencia, se envalentonó con esta visita en persona.
Mientras caminaba como podía, apenas despacio, a pocos metros de la casa, la imaginó abriendo la puerta sonriente y alegrándose de verlo. Si fuera así, él actuaría con normalidad y también se mostraría alegre. Si ella tuviera una actitud de indiferencia, si se molestara por este atrevimiento, él trataría de disipar su duda de desamor lo más rápido posible y huiría. Y si no era ella quien abriera, pensaba que podía preguntar por cualquier nombre y disculparse con la excusa de que estaba buscando a alguien sin estar seguro de que esa persona viviera ahí o cualquier otro cuento. Después de todo, a él, a pesar de los años de convivencia, nadie lo conocía en esa casa.
Por fin llegó. Parado frente a las rejas negras, miró el jardín verde, impecable, como a ella le gustaba, y las tripas le dijeron que vivía ahí. Trató de vislumbrar alguna señal, adivinar si desde adentro lo espiaban, pero estaba demasiado lejos. Tuvo la sensación de ver la luz del living encendida. Le pareció que la cortina se movía, pero podía ser por el viento. Con cada detalle venían nuevas suposiciones y más nervios. Tocó el timbre sin pensar más y esperó. Se dio cuenta de que no lo oyó sonar y la ansiedad lo hizo volver a tocar, más atento, hasta escucharlo. Era temprano, pero podía ser muy temprano.
La cortina se agitó, y el corazón le tapó la garganta. Alguien miró por la ventana. Tenía el pelo corto, no parecía ella. Esa opción era la peor de todas las que había imaginado, y la que más nervios le despertaba. Cuando escuchó la llave dando vueltas dentro de la cerradura de chapa se sintió al borde del infarto. El que abrió la puerta, sin asomar siquiera la cabeza, gritó un sí, de esos que no suenan amables. Él no hizo nada de lo que había practicado, y preguntó por ella. El que había abierto dijo que ella ya no vivía ahí. Él, el que estaba afuera, detrás de la reja alta negra, agarrado de los barrotes, desesperado, le preguntó si sabía dónde podía encontrarla. El otro, que se había parado al final del jardín, ahora se acercaba de a saltos, para no pisar el pasto, con la vista puesta en las baldosas demasiado separadas que hacían el camino. Cuando se acercó lo suficiente, cuando estuvieron a una reja de distancia, él no se dio cuenta que era ella. Y era verdad: ya no era ella, era otro.
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